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Ciencia de redes

Sobre la ciencia de redes

Hace ya años que la idea de red ha colonizado todo nuestro pensamiento. Desde la teoría de los grafos de Leonhard Euler formulada ante el dilema de los puentes de Königsberg, hasta la Teoría de Sistemas que definió los límites y las interdependencias de un sistema como una entidad mayor que la suma de sus partes, o la Cibernética que estudia los flujos de energía. Casi todo se ha vuelto red, empezando por nuestra sociedad (Castells, 1998). Sin ir más lejos, el modelo de crecimiento y propagación del coronavirus tiene forma de red, los millones de empleados centrifugados en sus casas durante el confinamiento también conforman una red, al igual que los escolares asistiendo a clases virtuales de un curso online o los científicos que estudian la pandemia, que se organizan en torno a grupos de investigación, universidades y revistas especializadas, bajo la lógica de una red.

Desde la sociología, la antropología, la biología, la epidemiología, la física, la informática o las matemáticas, la idea de red se ha convertido en el concepto más definitorio de nuestro tiempo. Tras la pandemia el protagonismo de este concepto va a ser todavía más notorio. En todo caso, el análisis de redes no solo representa una poderosa herramienta y una perspectiva diferente, puede ser también un lugar privilegiado desde el que renovar la teoría social (Molina, 2004). Desde la filosofía, fueron los posestructuralistas los que más explotaron creativamente la idea de las redes. Concretamente, Gilles Deleuze y Felix Guattari en su famoso Rizoma (1977), hicieron de este tallo subterráneo, cuyos nudos pueden tomar aleatoriamente la función de brote, raíz o tallo, la mejor de las metáforas, en su ofensiva contra las sociedades de control con las que identificaban todo el aparato del estado y, por analogía, la propia idea de institucionalidad tradicional.

Esta naturaleza transdisciplinar de la noción de red nos aporta, en pleno clímax de la sociedad del conocimiento sometida a la Covid-19, un fecundo marco conceptual y una poderosa narrativa para explicar cómo deberían ser esas nuevas instituciones que aprenden, el modelo de las organizaciones que impulsemos en esta nueva Era a la que, mientras no tengamos otro nombre mejor, hemos llamado nueva normalidad.

A continuación, tomando prestados algunos conceptos de la ciencia de redes (nodos, enlaces, hubs, comunidades...) y algunas nociones de la ética del rizoma (devenir, auto-organización, conectivismo, nomadismo, hibridación...) se pretende perfilar un contorno de los ecosistemas de innovación pública. Aunque la ciencia de redes es la ciencia de las estructuras dinámicas, cambiantes, variables, impredecibles y evolutivas (Malaver, Rivera y Álvarez, 2010) lo cual parece chocar frontalmente con la imagen que tenemos de las instituciones tradicionales, en este capítulo se explicará cómo y porqué, las organizaciones, incluso las más jerárquicas, ya están transformándose en redes. O que, incluso, ya tenemos dispositivos que propician lo rizomático –los laboratorios– lo que representa una gran oportunidad para diseñar agendas de innovación pública y gobierno abierto. El verdadero impacto de la pandemia, a los efectos de este informe, no es otro que el de catalizar el cambio y acelerar los procesos que ya estaban en marcha.

Nodos, enlaces, hubs y nodos críticos

Una red es básicamente un conjunto de unidades conectadas entre sí. Nodos y enlaces. Si pensamos en personas, se trata de individuos que mantienen relaciones entre ellos.

Conversaciones en el sentido más abierto (Manifiesto Cluetrain, 2001). Estas relaciones pueden ser íntimas o informales, puntuales o intensivas, de afecto o profesionales.

Cuando dos nodos conectan se produce una diada. Un par de elementos conectados no constituye una red como tal, pero sí son su unidad básica, el elemento clave con potencial constitutivo de la idea de red. Dado que los humanos somos seres sociales, en el momento que A conoce a B, y B conoce a C, lo más probable es que A acabe conociendo a C. La diada se convertirá en una triada. Explicar esto en tiempos de Covid-19 parece bastante redundante, pero es necesario empezar desde lo básico para avanzar en el propósito que nos hemos embarcado.

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Esta dinámica tan elemental por la cual A y C acaban conectando, porque ambos están relacionados a través de B, es la base de las redes sociales y de la propagación de cualquier virus. De hecho, es una de las claves del algoritmo de Facebook, la mayor red social que jamás se haya creado. Desde el primer día que creas tu cuenta en el portal, los de Zuckerberg te van enviando notificaciones de personas que quizá podrías conocer. Y casi siempre aciertan. Para ellos es muy sencillo porque triangulan con una base de datos gigante, lo que les permite predecir que tienes o tendrás una relación con una persona, por ligera e informal que ésta sea, con hasta un 100% de probabilidades. De hecho, así crecen Facebook y todas las redes del mundo. Así logran subsistir también los virus. A todos nos ha pasado alguna vez, recibir una notificación de Facebook sobre una persona que podríamos conocer, aunque ese usuario no haya realizado ninguna acción por su parte, y todo es, en realidad, una iniciativa del algoritmo. Y dado que, muy probablemente, esa persona haya recibido la misma notificación sobre nosotros, con que uno de los dos esté interesado y active ese botón call to action (llamada a la acción) acabaremos siendo amigos, incluso si no lo somos realmente. Esa es la razón por la que Facebook no deja de crecer. Esa es la razón por la que se ha propagado el coronavirus con tanta intensidad. Somos seres sociales. Somos conversaciones.

Pero la idea de red es más amplia que el círculo de nuestros amigos íntimos que, con el paso de los años, acaban formando triadas, porque todos se conocen y se relacionan entre sí. La idea de red sugiere que dos nodos están conectados aunque no se conozcan, incluso cuando no son conscientes el uno del otro, por el mero hecho de tener algún vínculo que les une. Esta idea tan obvia se ha visto más demostrada que nunca con la propagación del virus por el mundo, ya que el mero hecho de coincidir en un espacio con una persona que, previamente había estado con un portador del virus, nos convertía en potenciales afectados.

La distancia entre uno nodo y otro, son los grados. Es decir, el número de pasos que hay entre un individuo y otro. En el ejemplo anterior, hablábamos de cómo Facebook juega sobre seguro cuando nos sugiere personas que conocemos porque establece conexiones de un grado de separación. Nunca te sugiere a un desconocido del otro lado del mundo sino el amigo de un amigo, que resulta ser una amistad de tu pareja, un conocido del trabajo, un familiar que se encontró contigo en una boda. Esta noción de los grados también ha sido clave en los planes de contención del virus, exigiendo que las autoridades chequearan a cientos de personas por cada afectado, incluso a muchos con los que directamente no había tenido trato sino a través de otras personas, es decir, con más de un grado de distancia.

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La idea de los grados en las redes ha dado lugar a abundantes estudios pero con diferencia absoluta el más famoso es el de los seis grados de Stanley Milgram (Watts, 2006) por haberse convertido en parte de la cultura popular, como un recurrente tema de conversación que ha acabado conociéndose como Teoría Kevin Bacon, según la cual, todos estamos conectados con Kevin Bacon por no más de seis grados. Más allá de la anécdota, la idea tiene sólidas justificaciones científicas y nos permite teorizar sobre la conectividad. Que nuestro modelo de innovación se inserte en la gramática de las redes, y utilice algunos conceptos comunes con los virus –que son genuinamente redes- no deja de ser una curiosa coincidencia.

Avancemos con algunos elementos cruciales en la topología de las redes, como son los hubs (o súper nodos) y los nodos críticos. Hablamos de hub (en inglés, puerto para múltiples conexiones) como un nodo especial que acumula muchos vínculos, es decir, que está muy relacionado. El concepto de hub es importante en nuestra teorización de los ecosistemas de innovación y creatividad porque son una parte imprescindible de ellos. La mayoría de los nodos acumula un número limitado de enlaces en una red determinada. Pensemos en un investigador pre doctoral que acaba de concluir la carrera y para su línea de trabajo tiene como único enlace a su directora de tesis. La mayoría de las redes están compuestas por este tipo de individuos, conectados a la gran malla de relaciones tan solo a través de otros. Pero existen otros súper nodos que acumulan muchas conexiones, por ejemplo, esa misma directora de tesis, que resulta ser una líder en su campo de investigación con un equipo a su cargo y decenas de colegas que le citan en artículos y le invitan a numerosos congresos. Un hub es un nodo muy bien relacionado que acumula capital social, es decir, un liderazgo efectivo en una sociedad red.

También podemos pensar en nodos como instituciones, como organismos, agencias, espacios de trabajo. Un grupo de investigación, un coworking, un laboratorio de gobierno, una comunidad de práctica, un lobby, son básicamente hubs. Nodos que acumulan muchos enlaces, herramientas con alto potencial relacional que adquieren valor central en la red y, por tanto, se convierten en partes estructurales de ellas. Es una idea sencilla, pero pensar la innovación pública en clave de ecosistemas, de rizomas, nos lleva indefectiblemente a la necesidad de dotarnos de hubs, que pueden ser personas con capital relacional o dispositivos diseñados para fomentar el encuentro, la conversación y la colaboración. Como veremos más adelante esta orientación será clave para definir qué tipos de espacios y qué tipo de metodologías e instrumentos necesitamos.

Se da la circunstancia que los virus también se aprovechan muy productivamente de los hubs humanos, como hemos podido comprobar en las ciudades que reciben más afluencia de turistas y que han sido, en consecuencia, más golpeadas por la pandemia, o los casos de actos sociales multitudinarios que actuaron como súper conductores del virus. El número de reproducción, una noción que manejaban hasta hace poco tan solo los epidemiólogos, mide precisamente la potencia conectiva de un virus, es decir, cuántos infectados de media genera cada nuevo portador. Por eso fue clave frena la curva hasta llegar a r<1, el nivel a partir del cual la epidemia comienza a morir.

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Existe otro tipo de centralidad que no tiene por qué coincidir con la idea de hub, son los nodos críticos que, si bien no acumulan gran cantidad de enlaces, su ubicación estratégica en la estructura de la red les hace imprescindibles para comunicar un grupo o una comunidad con otra. Se entiende mejor con la imagen de un negociador discreto que actúa al servicio de la dirección de una organización para establecer relaciones con otra organización a través de otro negociador que, a su vez, informa solo a la otra dirección. Quizá ambos negociadores solo se relacionan con dos personas en total, con ellos mismos y con sus respectivos jefes, pero su posición en la estructura de red que está fundándose —pongamos que es una fusión de organizaciones o una iniciativa conjunta como un contrato o un convenio— les convierte en nodos críticos.

Por seguir con la analogía del virus, que por razones obvias se ha convertido en el ejemplo de red más divulgado y famoso en los últimos tiempos, el nodo crítico podría ser el turista solitario que viajó infectado de una ciudad a otra, llevando consigo el virus a una región donde no había llegado antes. A penas contactó con unas pocas personas pero su conectividad fue determinante para propagar el virus en una nueva comunidad.

Volviendo a la retórica de las redes en las organizaciones, esta idea de los nodos críticos es interesante porque señala una clara vulnerabilidad del sistema y puede constituir una debilidad cuando se dependen excesivamente de ellos, como por ejemplo en el contexto de una institución muy jerarquizada, con departamentos muy incomunicados y estancos donde unos pocos empleados atesoran la información más importante. Esta realidad está presente en muchas organizaciones tradicionales con plantillas y relaciones laborales poco dinámicas donde, además, los intentos de modernización que promueven esquemas más horizontales suelen encontrar resistencias al cambio entre aquellos que, precisamente, ejercen un liderazgo y un estatus privilegiado por su posición en algún punto crítico de la organización. Es mero instinto de conservación.

Densidad de red, agrupamientos, sincronía, comunidades y ecosistemas

Si una red social es fundamentalmente conversaciones (relaciones) resulta obvio que no todas son iguales. En primer lugar, podemos hablar de lazos fuertes (nuestra familia, el jefe o jefa al que reportamos todos los días, nuestro socio/a estratégico con el que hablamos todas las semanas) y lazos débiles (un proveedor secundario, un usuario con el que hace tiempo que no hablamos, ese amigo del que hemos ido perdiendo la pista).

Si hablamos de ecosistemas de innovación, también en el contexto de las instituciones públicas, normalmente son aquellas relaciones más intensas con lazos fuertes las que producen resultados significativos. Es decir, una de las primeras cosas que tiene que pensar una institución red es cómo fortalecer las relaciones entre sus partes (agencias, equipos o personas). El problema es que no es tan sencillo como parece. Básicamente porque las relaciones conllevan tiempo, y el tiempo es un recurso escaso y valioso, aunque de eso hablaremos más adelante. La idea es tan elemental como intuitiva, es difícil que innovemos si apenas nos relacionamos, si no compartimos ideas y visiones, si no nos contamos nuestros problemas o hablamos de la vida.

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Además de la intensidad de la relación existe otro concepto muy similar: la distancia. La distancia entre dos nodos también determina su relación. Hemos tenido que sufrir una pandemia para valorar algo que hasta entonces era un intangible: la distancia social. Es una dimensión invisible que está muy ligada a la idiosincrasia latina e ibérica, basada en la cultura del contacto.

Por otro lado, con independencia de la crisis del coronavirus, desde que disponemos de Internet pensar la distancia en las organizaciones sociales ya no es algo tan obvio como medir los kilómetros o las plantas que nos separan. El paradigma de la sociedad red ha alterado las lógicas de espacio y tiempo generando una realidad asíncrona y ubicua. Dos colegas en Guayaquil y Lisboa trabajando en un mismo proyecto, pueden tener una relación mucho más fuerte y cercana que dos compañeros en la misma oficina, separados por un solo tabique. Esto es algo que sabíamos muchos hasta hace unos meses pero que ahora ya ha aprendido todo el mundo durante el confinamiento.

La combinación de intensidad y distancia de las relaciones define la densidad de una red, o lo que es lo mismo, su grado de conectividad. Mucha densidad de red representa una organización cohesionada, alineada, conectada, informada, agrupada... mientras que una con poca densidad, representa todo lo contrario.

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Esta visión, una vez más, simple y evidente, debería ser suficientemente inspiradora a la hora de diseñar los espacios de trabajo, la arquitectura organizacional, la planificación estratégica por equipos o la propia comunicación corporativa. El esquema tradicional de departamentos y servicios con secciones separadas y estancas, con las direcciones y las jefaturas en despachos aislados, es la forma más contraintuitiva de fomentar relaciones significativas. Casi siempre se confunde el estatus con la lejanía e inaccesibilidad de nuestro despacho. En España solemos decir que el roce hace el cariño, y probablemente, también propicia la innovación. De hecho, la denominada curva de Allen, mide la relación entre distancia física de los puestos en la oficina y la probabilidad de establecer conversaciones. Un compañero sentado a dos metros tiene cuatro veces más probabilidades de hablar regularmente contigo, que uno sentado a veinte metros, y la proporción se dispara cuando sales de la planta o del edificio. Esta curva es una de las conclusiones más interesantes de la investigación del MIT “Flow of Innovation” publicada ya en 1977 por Thomas J. Allen, de quien tomó su nombre. La idea de concebir los espacios de innovación como cuerpos vivos por los que deben fluir las ideas, como fluye la sangre en un organismo, es una buena pista para pensar la arquitectura de nuestros proyectos. Además de lo evidente: luz, espacios verdes, techos altos... la creación de circuitos que propicien el movimiento, como caminos, puentes, atrios o patios, puede llegar a ser más importante que la propia estructura. La imagen de los peripatéticos reflexionando en grupo mientras paseaban y, en general, toda la filosofía del deambular que tiene en Thoreau su máximo exponente, conectan claramente espacio, flujo y pensamiento creativo (o pensamiento salvaje que diría el topógrafo americano). Incluso el propio Michel de Montaigne, quizá el más asocial de los grandes pensadores, en su famoso retiro para apartarse de la vida política y dedicarse a sus ensayos, no pudo renunciar a poseer una estancia que le permitiera el paseo y llegó a diseñar un camino amurallado para sí solo con el afán de encontrarse, al menos, consigo mismo. Cómo influirán las medidas de confinamiento y distancia social en los procesos naturales de innovación, es todavía una incógnita. Hablamos de ecosistemas como conversaciones, pero no es lo mismo una videoconferencia que un café, no es lo mismo programarse una cita que tener un encuentro inesperado en el pasillo, no es lo mismo sugerir un cambio en un informe por email que pasar al despacho del compañero para discutir una idea.

Por otro lado, la idea de red no es tampoco ajena a la realidad organizacional o las particularidades de los individuos. La necesidad de especializar la producción o las propias afinidades personales de los sujetos produce, de forma directa o indirecta, agrupamientos naturales o inducidos. Son clusters o grupos compactos unidos por algún vínculo significativo (intensidad de relaciones, distancia...) El índice de agrupamiento también es otro factor clave en la densidad de una red. Pensemos en los clusters formales e informales de nuestra organización (los jóvenes y los veteranos, los que fuman, los de contabilidad, los de dirección...) La idea de los clusters puede también dar algunas pistas en nuestro empeño de tender hacia las instituciones que aprenden. Una organización que fomente formalmente, o permita informalmente, agrupamientos de nodos, será una institución más cohesionada, conectada, hibridada e interdisciplinar. De ahí todos esos programas de teambuilding (del inglés, hacer equipo, hacer grupo) y relaciones públicas internas que vienen a intentar enmendar fallos sistémicos de partida. Sin duda, la pandemia también va a exigir mucha creatividad para repensar la forma en la que tradicionalmente nos juntábamos con los otros, desde las reuniones a las discotecas, pero también la disposición de las oficinas o los puntos de gran afluencia de público.

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En un grado superior de agrupamiento una red puede tender a la sincronización. Es decir, los nodos pueden llegar a operar al mismo tiempo acoplando su acción hasta una coordinación total de forma casi natural sin necesidad de una dirección explícita. Un ejemplo físico de esta realidad es cuando una multitud comienza a aplaudir al unísono en un concierto (Watts, 2006). En ocasiones es el líder del grupo quien marca el ritmo como en un concierto de Queen, en otras, sin embargo, es el público quien comienza a aplaudir, como sucedió durante tantas semanas en España a las ocho de la tarde durante el confinamiento. De pronto, un número aleatorio de personas genera una masa de sonido sincronizado por encima del resto que va generando un efecto arrastre de contagio entre los demás y, como una bola de nieve, no deja de crecer hasta que la inmensa mayoría se han sumado a esa cadencia de aplausos.

Nos interesa esta idea de la sincronización y la metáfora del aplauso porque creemos que puede explicar muy bien la necesidad de contar con proyectos piloto, comunidades de práctica y otras iniciativas experimentales que pueden conseguir un efecto bola de nieve creando narrativas de innovación que contagien al resto (Borins 2006; Ramírez-Alujas, 2012). Pequeñas victorias inspiradoras que creen el clima adecuado y marquen el camino a las organizaciones, especialmente en aquellas que no tienen cultura de cambio. En medio del silencio total siempre hay alguien que tiene que comenzar a aplaudir.

Otros ejemplos perfectos de sincronización a gran escala han sido los estados de alarma y los decretos de confinamiento que han logrado que millones de personas nos comportemos de forma uniforme, aplanando así la curva de contagios. Es curioso comprobar cómo, algo tan elemental como la libertad de movimiento y reunión o las relaciones afectivas, que son consustanciales a nuestro modelo de vida y que de facto dibujaban una infinita red de interacciones sociales a nivel mundial, tuvo que ser intervenida para impedir la propagación de un virus que estaba circulando aprovechando, precisamente, toda esa conectividad. Un virus con la Covid-19 hace 10.000 años hubiera tardado varios siglos en dar la vuelta al mundo y habría sido muchísimo menos dañino, dando tiempo a crear generaciones sucesivas de anticuerpos a nuestros antepasados.

Volviendo al tema que nos ocupa, cuando tenemos densidad de red, alta conectividad con lazos fuertes y distancias cortas, y somos capaces, además, de conseguir sincronía durante un tiempo prolongado, esa red tiende a convertirse en una comunidad. Una comunidad es una sección de una red compuesta por nodos muy cohesionados que tienen intereses comunes, lo que les lleva a construir una visión colectiva compartida, generando un círculo virtuoso de conectividad y sincronía, es decir, a mayor cohesión, mayor coordinación, y viceversa.

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En los años 80 Michael Porter definió los ecosistemas de innovación como territorios geográficos con alta concentración de empresas y agentes relacionados operando en el mismo sector, como una evolución natural del concepto de clúster empresarial. Para nuestro trabajo, sin embargo, vamos a desindustrializar un poco el concepto y pensaremos los ecosistemas de innovación y creatividad, especialmente en clave de sector público o tercer sector, como un conjunto de instituciones, organizaciones, agencias, universidades, empresas, otros actores sociales y ciudadanos que, compartiendo visiones y teniendo intereses comunes, son capaces de tejer alianzas significativas entre ellos. Es decir, que son capaces de construir comunidades transversales que imbrican varios segmentos a la vez, generando una identidad colectiva y un sentido común de época. O lo que es lo mismo, una comunidad de comunidades.

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Si una comunidad es una relación social que se inspira en el sentimiento subjetivo de los participantes para construir un todo (Weber, 1949) o en un sentido más rizomático, identidades y pluriarquías en acción (Las Indias, 2015) o sentirse parte y poseer un destino compartido (Güemes, 2019), resulta crucial definir cuáles son los elementos que tejen esas relaciones o esas identidades. En la tradición antropológica se suele hablar de tres: convivencia, cultura y lenguaje.

Es decir, convivencia como conjunto de reglas aceptadas por todos, que incluyen el reconocimiento mutuo y la aceptación, y yendo más allá, la confianza y el afecto. Cultura como sistema de códigos y tradiciones que redundan en una visión compartida. Y lenguaje para comunicarse con los mismos signos y en los mismos canales. Lo que nos devuelve al Manifiesto Cluetrain, según el cual una comunidad es, ante todo, conversaciones: Narratividad y afectividad.

La comunidad es, además, la unidad de la que se componen los ecosistemas. Para nosotros un ecosistema es una comunidad de comunidades. Si los ecosistemas creativos se distinguen por la acumulación de talento, tecnología y tolerancia (Florida, 2002) es solo porque estos activos se concentran en algunas comunidades concretas (diseño, empresas, tecnología, investigación, universidad, gobiernos...). Lo que nos lleva indefectiblemente a equiparar ecosistemas con la imagen de los espacios urbanos, pensando en las ciudades como grandes intercambiadores de comunidades y vínculos.

Sin embargo, el futuro quizá venga preñado de oportunidades para los otros territorios, para todos esos vacíos que quedan entre los enormes hubs que son las ciudades. La idea de ecosistema en un mundo cada vez más virtual y ubiquitario inaugura nuevas posibilidades de existencia en los intersticios de las aglomeraciones urbanas, en un universo flujo bastaría con conectarse a la red para satisfacer las necesidades de vida. Lo que no quita para que Saskia Sassen (1998) critique esta visión futurista de urbanidades abstractas donde los flujos son preeminentes a los lugares y los centros pierden fuerza gravitacional en favor de la pura conectividad virtual.

Muchos años después parece que Sassen tenía algo de razón, lo situado, un lugar donde poner el cuerpo, el gozo del encuentro físico en la plaza y el barrio –justo lo que hemos echado tanto en falta durante el confinamiento-, o la nueva generación de espacios para la creatividad (Segovia, Marrades, Rausell y Abeledo, 2015) siguen siendo factores fundamentales en la concepción de los ecosistemas creativos. Entre tanto, las ciudades siguen acumulando conectividad y detrayendo talento de los espacios rurales. Queda por conocer el nuevo éxodo híper urbano que puede haber producido el confinamiento, dado que todo indica que no serán pocas las personas que abandonarán la vibrante vida de los barrios más céntricos hacia los pisos más espaciosos o los unifamiliares con jardín de las afueras o incluso hacia los hábitats rurales, impulsados ahora por las posibilidades del teletrabajo.

Sea como fuere, más anclados o menos al territorio, virtuales o situados, urbanos o rurales, con pandemia o sin ella, la noción de ecosistemas sigue siendo central en la concepción de los escenarios donde debe fluir la innovación y la creatividad

Redes de mundo pequeño, redes sin escala y redes multiescala

Una de las cuestiones interesantes de la ciencia de redes es que está desarrollada de manera interdisciplinar por teóricos y teóricas de las matemáticas, física, sociología, informática, antropología , etcétera, y entre todos se ha generado una abundante y rica literatura. Todas estas aproximaciones están brillantemente resumidas en el trabajo de Duncan Watts, Seis grados de separación, la ciencia de las redes en la era del acceso (2006), lo que nos permite establecer nuevas aplicaciones de la teoría de redes al tema que nos ocupa, la teorización de los ecosistemas de innovación y creatividad en el ámbito de las instituciones públicas.

Identifiquemos los tres tipos de redes más famosas en la teoría social. En primer lugar, las redes de mundo pequeño que han recibido más atención que ninguna otra por la obra de Stanley Milgram sobre los seis grados de separación. Es una historia larga, pero se puede resumir en que Milgram identificó algunas propiedades sorprendentes de las redes mediante unas investigaciones basadas en cadenas de correos que, aunque fueron refutadas por carecer del máximo rigor científico, inspiraron otras investigaciones posteriores que acabaron dándole la razón. La principal conclusión de las redes de mundo pequeño es la siguiente: en redes aleatorias puras, es decir, en aquellas donde los enlaces entre nodos se producen de forma caótica, se alcanza un alto grado de conectividad permitiendo la comunicación entre dos nodos escogidos al azar a través muy pocos pasos (grados). Si toda la humanidad fuera una red, aplicando la teoría de redes de mundo pequeño, cada persona se podría conectar con cualquier otra con una media de seis grados. Esta teoría inspiró a unos estudiantes que analizaron una base real muy bien documentada, la IMDB (Internet Movie Data Base) para ver cómo se relacionaban los actores entre sí, definiendo un enlace cuando dos actores aparecían en la misma película. De ese experimento viene la célebre anécdota de los seis grados y Kevin Bacon.

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No obstante, las relaciones sociales entre personas, igual que muchas otras redes (líneas aéreas, conexiones de internet, las bolsas financieras o las epidemias –afortunadamente-) no responden a este modelo teórico de mundo pequeño basado en una regla de aleatoriedad pura, según la cual todos los nodos deberían tener en promedio el mismo número de enlaces. Sencillamente, cuando establecemos conexiones operan muchos factores que son todo lo contrario de aleatorios y responden a criterios de afinidad, afiliación, liderazgo, empatía, distancia geográfica, etcétera. Es por ello que, la mayoría de las redes del mundo real se parecen más al modelo de redes sin escala en el cual, unos pocos nodos acumulan un número mayor de enlaces generando elementos de centralidad en la red. Estos nodos, que ya mencionamos antes, son los hubs o puertos de conexiones múltiples. Se entiende muy bien en el ejemplo de las líneas aéreas, con algunos aeropuertos como Hamburgo, México City, Sao Paulo o Newark que acumulan y distribuyen un gran número de enlaces a aeropuertos más pequeños, que tienen, a su vez, un número mucho menor de conexiones. El modelo propagación del coronavirus, como ya se imaginarán, coincide igualmente con este tipo de red.

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Si pensamos en ecosistemas de innovación en el ámbito público la arquitectura de red se parece mucho más a una red sin escala. Es decir, algunas agencias (equipos, personas o espacios) acumulan un gran número de conexiones (Comités de dirección, jefe de recursos humanos, líder del grupo de investigación, comisión interdepartamental, consejo sectorial, laboratorios de gobierno, gabinete de la presidencia, inspección de servicios, agencia de calidad, comunidad de práctica...) actuando como hubs dentro de una red que acumulan relaciones (proyectos, conversaciones) entre un número muy importante de nodos, a partir de los cuales el número de enlaces suele ser significativamente menor.

Es decir, en las instituciones unos pocos puntos suelen concentrar la mayor parte de la conectividad de la red. Esto es así porque, a pesar de todos los intentos de introducir una lógica de red en nuestras organizaciones con el objetivo de que la información fluya (relaciones) mejorando la coordinación (sincronía) para que propicie una visión compartida (comunidad) y una gestión más eficiente de los recursos (nodos), lo cierto es que las instituciones siguen siendo, en esencia, jerarquías.

De la combinación de una jerarquía preexistente y una lógica de red incipiente, nos encontramos con las redes multiescala, probablemente la estructura que mejor define el modelo de las organizaciones del sector público y el tercer sector.

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En las redes multiescala la estructura jerárquica prevalece, pero en tensión con lógicas de red. En primer lugar, los equipos comienzan a operar como una sola unidad que comparte información y alinea progresivamente su visión bajo formas de liderazgo democrático y relaciones más horizontales. En segundo lugar, la creación de proyectos o misiones transversales favorece el trazado de relaciones nuevas que rompen el esquema cerrado y vertical.

Esta es la foto movida de la mayoría de nuestras instituciones, gobiernos y grandes organizaciones sociales, jerarquías que están deviniendo redes. Un camino largo y lleno de obstáculos que genera no pocas tensiones.

No en vano, las instituciones jerárquicas se crearon para cumplir un objetivo claro: mantener el control —y seamos sinceros— la jerarquía es la mejor estructura para controlar el poder desde arriba, ya sea el presupuesto, la gestión de recursos humanos o el sometimiento a la ley. En este sentido, las administraciones públicas contemporáneas, más de lo que nos gustaría reconocer, aún contienen trazas de aquellas sociedades disciplinarias y control decimonónicas que denunciaron los posestructuralistas, con Focault a la cabeza (1975). No obstante, las jerarquías tienen su función y la seguirán teniendo. ¿Alguien imagina lo que hubiera sucedido sin gobiernos estables con capacidad de ordenar el confinamiento y hacerlo respetar?

Pero igual que es difícil imaginar la implantación de un sistema de red puro en las instituciones públicas, radical en un sentido rizomático, porque cierto nivel de jerarquía o representación es consustancial a la idea de una organización compleja con funciones de gobierno gestionando recursos públicos y manteniendo el orden social con el monopolio de la fuerza. También hay que identificar brotes rizomáticos en las estructuras de muchas instituciones actuales. Los motivos que explican estas grietas en los rígidos organigramas son muy sencillos de entender. Hace ya muchos años que quienes ejercen la acción directiva y la responsabilidad política, así como los y las cuadros intermedios, se dieron cuenta de que la estructura piramidal, la jerarquía, no es efectiva para la innovación porque no favorece la creatividad y no incentiva a los potenciales agentes de cambio, empezando por el propio personal cuyo talento e ideas quedan soterrados bajo toneladas de burocracia, liderazgos autoritarios, manuales de funciones limitativos, visiones cortoplacistas y nula capacidad de riesgo.

Este diagnóstico no es nuevo en absoluto y en torno a él se han producido muchos planes de innovación, planes de calidad y planes estratégicos, con un menú abundante de herramientas y metodologías entre las que, hasta no hace mucho, destacaba como paraguas conceptual eso que llamaron new public managment. La nueva gestión pública fue la forma con la que se definió globalmente aquellos intentos de llevar los instrumentos de gestión del sector privado, especialmente de la industria, al sector público durante los años 90 y 2000.

En todo caso, de esta necesidad de repensarse en las instituciones fue surgiendo un movimiento, discreto pero imparable, quizá no consciente de sí mismo, que ha ido introduciendo dinámicas de red en la lógica de las jerarquías. Un tránsito de contradicciones y tensiones en el que se incardina este mismo artículo, no para reinventar ninguna rueda sino para señalizar y recomendar algunos nuevos caminos por los que continuar el viaje y, en la medida de las posibilidades, poder tomar el sendero más corto, algo que siempre fue prioritario y que, tras la pandemia, se ha convertido en más urgente que nunca.

Dinámicas de/en red. Inercias instituyentes e instituidas

Cuando definíamos antes nuestras instituciones como fotos movidas, como jerarquías que están deviniendo redes, adelantábamos un aspecto crucial de este análisis en clave relacional. Las redes no son elementos fijos, todo lo contrario, son cuerpos sociales dinámicos, vivos, interactivos, sensibles.

Un organigrama, una jerarquía, es una foto fija de nuestra organización, una representación estática e ideal que pretende capturar los flujos para distribuir los efectivos. Pero la idea de congelar la red en un pictograma o presentarlas como sociogramas es una mera codificación formal para sintetizar la realidad que, en esencia, es una ficción desde el mismo momento que se imprime, porque la red no deja de cambiar, de mutar y reproducirse. Un poster de un organigrama genera sensación de orden, control y certidumbre al jefe de recursos humanos que lo tiene enmarcado en la pared de su despacho. La imagen de la red, por el contrario, aun cuando la representamos impresa en un papel, inaugura un nuevo orden líquido, un devenir nómada, que nos aportará otras cosas, pero nunca una certeza inamovible.

La red, y más aún el rizoma, es una estructura que tiene sus propias dinámicas y que escapa a nuestro control. (Ese el motivo por el cual los gobiernos hubieron de suspender nuestro modo de vida y nos mandaron a casa, como única forma de controlar los flujos de las interacciones sociales físicas) En todo caso, más allá de lo físico y lo virtual, podemos hablar de dos clases de dinámicas: dentro de la red y fuera de la red.

Las dinámicas en la red, o dentro de la red, son aquellas que generan densidad de red. Incrementan el número de enlaces entre nodos, aumentan la conectividad interna, intensifican las relaciones.

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En el contexto de una institución o una organización social, serían dinámicas dentro de la red, por ejemplo, cuando alguien conoce a un compañero de otro departamento en un curso y comienzan a colaborar o cuando se crea un equipo integrado por personas de diferentes departamentos para un proyecto concreto o una nueva línea de trabajo en la que cooperan dos unidades. También es una dinámica interna de la red, pensando más allá de los esquemas orgánicos formales, el grupo de los fumadores que tejen una amistad (lo que puede ser muy productivo para montar un partido de pádel, pero también un proyecto nuevo que trasciende la lógica del organigrama). Las dinámicas internas de la red son las que favorecen la coordinación (sincronía) y la visión compartida (sentimiento de comunidad).

Pero la red es también un excelente cuerpo social para crecer y expandirse, para abrirse hacia afuera, conectarse con nuevos nodos e, incluso, con nuevas redes. Las dinámicas de la red hacia afuera son inmanentes a la idea de rizoma que, en el plano teórico, tiende siempre a infinito.

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Cuando pensamos en dinámicas hacia afuera de la red en el ámbito que nos ocupa, nos viene a la mente ejemplos como un nuevo convenio con una entidad social, un contrato con un nuevo proveedor, un acuerdo marco con otra institución, la adhesión a una federación o la incorporación a una nueva red con actores homólogos a nosotros, son algunas formas evidentes de crecimiento.

La pregunta clave es si toda relación que nuestra institución teje con el exterior es constitutiva de más red. La respuesta es que no y esto precisa una aclaración. Conviene aquí diferenciar entre los conceptos de input y output para entender los matices a los que nos referimos, porque, aunque las diferencias entre una noción y otra pueden ser muy finas en el ejemplo de una organización social compleja, son claves en el despliegue de nuestro modelo teórico.

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Pensemos, por ejemplo, en una institución que se relaciona con un ciudadano mandándole una carta para pagar un impuesto o dándole un servicio médico en un centro de salud. ¿Esa interacción es constitutiva de red? ¿ese ciudadano se incorpora a la institución como un nodo? ¿es el comienzo de una relación significativa sobre la que construir una relación de confianza, un lazo fuerte? Lo cierto es que no, al menos en la concepción de red que a nosotros nos interesa. A priori, ese tipo de relaciones unidireccionales donde la institución provee y los ciudadanos consumen –relaciones top down– no tejen red. De hecho, así son la mayoría de relaciones entre los gobiernos y la ciudadanía. Y ¿al contrario? ¿cuándo un ciudadano conecta con una institución, pero ésta no produce ninguna respuesta concreta, como, por ejemplo, ante una queja en el buzón de sugerencias que nunca fue contestada? Esto, obviamente, tampoco constituye red.

Hablamos de dinámicas constitutivas de la red solo cuando existe una relación bidireccional que produce un flujo de inputs (entradas de información/valor) y outputs (salidas de información/ valor) a través de una relación que combina constantemente la fuerza instituyente (nuevos nodos adhiriéndose a la red que reconfiguran el perímetro y la morfología de la red con nueva información) y lo instituido (una vez dentro, todos esos nodos ya son parte de la red, y como red, producen nuevos outputs). Es decir, una dinámica es constitutiva de red si existe conversación.

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Pongamos un ejemplo para entenderlo mejor. Un ciudadano ve un cartel del gobierno(output) y decide acudir a un proceso participativo de una ley donde expresa varias opiniones (inputs). Si la cosa se quedará ahí –de hecho, es donde se queda la mayoría de las veces- no existirían cimientos constitutivos de una red. El gobierno y el ciudadano seguirían cada uno por su lado.

Pero existe otra forma de hacer las cosas. Pensemos que ese gobierno toma en consideración las ideas de ese ciudadano, las asume, las incorpora a la ley, se lo notifica al ciudadano, y ese ciudadano satisfecho no solo vuelve a un siguiente proceso participativo, sino que invita a un amigo a que vaya con él. Es ahí donde empezamos a tejer red. Una relación que, al principio —como casi todas— comenzó con lazos débiles, pero que, poco a poco, puede acabar convirtiéndose en una conversación estable. Una vez que el ciudadano forma parte de ese sistema de participación que hemos creado, generando un flujo de inputs con sus opiniones e ideas, se adhiere a la red de la institución que muta con ese nuevo nodo incorporado y es capaz de generar, a su vez, nuevos outputs desde la red (por ejemplo, una ley que cambió con la opinión de ese ciudadano o la invitación al amigo para que participe también y se una a la red).

Soy consciente de que el ejemplo de la participación puede sonar recurrente por paradigmático, pero, en realidad, esta idea de trabajar bajo un esquema relacional, de pensar las instituciones como rizoma, se puede extender a la mayoría de los ámbitos de la gestión pública. No en vano, la participación no es un “qué”, sino un “cómo”. De hecho, tenemos a nuestra disposición un catálogo de metodologías diseñadas ex profeso para fortalecer y expandir una organización en clave de red y hacerlo en poco tiempo y a un coste reducido. Como se puede ver en el catálogo de metodologías para la innovación pública e innovación social que hemos incluido en el Anexo I, los ejemplos en los que se aplican son de lo más variopinto, desde una escuela infantil a un hospital, pasando por planes de turismo o desarrollo comercial.

Hemos explicado la diferencia entre las dinámicas constitutivas de red de las que no lo son, hablando siempre de dinámicas hacia fuera porque es fácil separar las relaciones unidireccionales de arriba a abajo, de las que, por el contrario, generan una conversación fluida en dos direcciones. No obstante, esta idea de la bidireccionalidad como condición sine qua non para la constitución de redes, para la producción de rizomas en las instituciones, se puede aplicar también en las dinámicas internas con las que comenzábamos este epígrafe. Es decir, en la lógica interna de nuestra organización no todas las relaciones hacen red. Una circular, una orden, un reglamento de uso, un manual de funciones y todo ese tipo de herramientas gerenciales unidireccionales, de arriba a abajo, no son productoras de red en sí mismas. Puede que sean instrumentos importantes para la coordinación, el control o la comunicación interna y, por ende, serán formas de relación clave en nuestra estrategia, pero no deberíamos considerarlas herramientas genuinas de la red, en tanto no producen conversaciones, es decir, relaciones significativas. Por el contrario, son dinámicas internas constitutivas de red aquellas que sí generan vínculos fluidos entre los miembros de la organización, como las comunidades de práctica, los grupos de trabajo, los grupos de investigación, las comisiones interdepartamentales, las comisiones especiales para proyectos, etcétera, o incluso algunas herramientas digitales tipo Slack, Trello, Titanpad o Github que, desde hace ya algunos años están revolucionando la forma de organizar el trabajo de los equipos y las comunidades a nivel virtual, razón por la cual, durante los últimos meses de la pandemia, han visto incrementado mucho su uso.

Demos, cratos, inputs, outputs y dinámicas

Por otro lado, antes de avanzar en esta aplicación de la teoría de redes a las instituciones, me interesa rescatar una de las ideas del diagnóstico, a colación del necesario equilibrio que debe contemplar una agenda de innovación pública y su relación con las dinámicas de la red que estamos intentando conceptualizar. En nuestra opinión, hay una conexión entre las dinámicas de red, ya sean internas o externas, y las tensiones y derivas que experimenta una institución en torno a la noción de democracia.

Cuando hablábamos de la bisectriz ideal que debe trazar una agenda de innovación pública, conjugando gobierno abierto e innovación, advertíamos del difícil equilibrio entre un gobierno enfocado al demos, es decir, a la participación de más actores produciendo institución; y un gobierno enfocado al cratos, esto es, al ejercicio del poder, la gestión y los resultados. Cuando existe un exceso de una dinámica y una carencia de la otra se pueden producir patologías en el sistema: populismo cuando todo se orienta a la participación, pero no se obtienen resultados, tecnocracia cuando todo se orienta a los resultados, pero se hace de espaldas de la gente (Innerarity, 2017).

De estas ideas se infiere que las dinámicas de la red deben conjugar un equilibrio entre lo instituyente (inputs) y lo instituido (outputs). Es decir, una institución debe tener un balance saneado entre la apertura y participación (más actores constituyendo red) y los resultados tangibles (bienes, servicios, derechos y libertades) que se genera desde lo instituido, lo que le confiere sentido y consistencia. Producir institucionalidad es el resultado de combinar ambos elementos. La sinfonía de la democracia resulta de la compleja combinación de estas dinámicas.

Este aspecto es central para nuestra tesis porque la crisis de confianza entre los ciudadanos y las instituciones se produce en ambas esferas. Es decir, cuando nos referimos a la necesaria conjugación de innovación pública y gobierno abierto, del equilibrio entre demos y cracia, pensando las instituciones como redes o rizomas, estamos hablando de generar conversaciones productivas, no de hablar por hablar. Es en esta encrucijada donde proyectos como la Agenda 2030 muestra todo su potencial de transformación, en tanto vinculan ambas esferas como un continuum. Pensamos que el escenario post-Covid19 no hace sino acentuar la importancia de calibrar bien estas dos dimensiones.

Libertad y caos en la red. Límites del esquema relacional. Cibertiempo

Hemos repasado hasta aquí las nociones más elementales de la teoría de redes y su aplicación a nuevas arquitecturas institucionales, más abiertas, dinámicas, bidireccionales y productivas.

En este punto queremos formular una hipótesis casi a modo de intuición. Casi todo lo publicado sobre innovación pública, laboratorios de gobierno y nueva institucionalidad, en el contexto iberoamericano, coincide en identificar la rigidez, la jerarquía, la burocracia, la departamentalización... como los principales obstáculos para la innovación en los gobiernos y administraciones públicas (Innerarity 2011; Subirats, 2012; Brugué y otros, 2013; Criado y otros 2016; Acevedo y Dassen, 2016; Novagob 2017). Tenemos la sospecha de que la teoría de redes apunta a que cierto nivel de libertad y caos, de anarquía en dosis adecuadas en el sentido de aleatoriedad, no solo no es contraproducente, sino que es un elemento imprescindible para propiciar la creatividad y, consiguientemente, la innovación. 

Volvamos a la teoría de redes de mundo pequeño, cuyo modelo matemático se define por la aleatoriedad pura, es decir, donde los nodos se conectan con otros nodos estableciendo enlaces que no responden a un plan predefinido sino al puro azar, como un mono tecleando en el ordenador donde, por tanto, los nodos tienden a tener el mismo número de enlaces de media formando una redarquía con la información muy redistribuida. Ese tipo de redes son especialmente productivas en conectividad, permitiendo que todos sus nodos acaben enlazados de forma más directa que en otro tipo de redes más centralizadas, como las redes sin escala o las redes multiescala, e infinitamente más que en las estructuras propiamente jerárquicas que están llenas de puntos críticos y, por tanto, de cuellos de botella vulnerables.

Es decir, que la aleatoriedad pura, el tipo de caos que conseguimos en el grupo de los fumadores, en la creación de un equipo interdepartamental elegido sin un criterio orgánico, o en una convocatoria abierta para que la ciudadanía puedan aportar sus ideas, no solo estamos introduciendo elementos que quiebran el statu quo y abren la institución (hacia afuera y desde dentro) creando además flujos de conversaciones inéditas, sino que quizá, contraintuitivamente, también estamos aumentado la productividad final.

Eso es lo que han demostrado Duncan Watts y otros teóricos de las redes, continuando el trabajo de Milgram: en el modelo teórico de las redes aleatorias puras la carta del experimento llegaría antes a su destino que en otros tipos de redes centralizadas.

La idea es tan elemental como revolucionaria, no estamos hablando solo de que la carta (o cualquier otro input relacional) se distribuya mejor cualitativamente en un contexto de cierta libertad y creatividad, como puede ser un hub o un laboratorio de innovación ciudadana, porque propicia relaciones conversaciones más significativas (donde, por ejemplo, la carta te llega porque te conocen y te la entrega alguien en quien confías), sino que esa carta llega antes a su destino en nuestra red aleatoria, siendo cuantitativamente más productiva que una estructura tradicional saturada por liderazgos autoritarios, sistemas de control y burocracias (exceso de nodos críticos que redundan en una mayor vulnerabilidad de la red).

¿Significa esto que ahora debemos romper todos nuestros organigramas y nuestros planes estratégicos, agitar toda nuestra plantilla de trabajadores y esperar a ver qué tal funciona el modelo del mono tecleando, transformando nuestras estructuras en redes de aleatoriedad pura? Obviamente, no.

Aunque no podemos extendernos en ello todo lo que nos gustaría, concluiremos este punto señalando el principal flanco que tiene la propia tesis de las instituciones que aprenden, transitando desde las jerarquías a las redes y los rizomas: Las elaciones pueden ser muy productivas pero consumen un recurso cada vez más escaso: el tiempo (Watts, 2002).

La red, los rizomas, como modelos teóricos matemáticos, pueden tender a infinito. El propio ciberespacio, Internet, no deja de crecer geométricamente. Pero no sucede lo mismo con el tiempo. El cibertiempo, el marco temporal en el que fluyen las relaciones de una red, en contraposición al ciberespacio, es finito. Nuestra capacidad de atención, de escucha y de conversación, en este sentido, es limitada (Berardi, 2003).

Este es el motivo por el que una utopía de institución red pura, completamente rizomática, no tiene sentido y se hace inviable (Además de la conveniencia de las jerarquías y los sistemas de control para muchos asuntos de las organizaciones complejas). Existe un umbral, un punto crítico, a partir del cual cierto nivel de conversación se torna improductiva. Es como esas reuniones de equipo sin orden del día que, en ocasiones, son absolutas pérdidas de tiempo y motivo de frustración.

 

Hallar esos umbrales ideales que conjuguen dinámicas internas y externas que abran el gobierno (demos) pero generen resultados (cracia), a la vez que encontramos el punto de máxima productividad de nuestra arquitectura relacional, la mayor dosis posible de rizoma sin caer en conversaciones circulares infructuosas, es el principal dilema al que nos enfrentamos. No podemos pegarnos todo el día reunidos poniendo post it en las paredes.